lunes, 22 de julio de 2013

Robles de mierda

Un tipo al parecer bastante cretino ha pasado a engrosar las listas del paro por tirarse a la piscina de Twitter y llamar "catalanes de mierda" a los que pitaron el himno nacional de España durante la ceremonia de apertura de los Mundiales de Natación, celebrada en Barcelona este fin de semana.

Se entiende que su pecado ha sido insultar por elevación a todo el pueblo catalán. Le soliviantó este nuevo ejemplo de rebeldía de salón en forma de pitada y abucheo al que tanto acostumbramos en la periferia ibérica y se puso a darle a la tecla sin pensárselo dos veces. "No se merecen nada", sentenció, en la red del pajarito, el protagonista de esta historia.



Se le hinchó la vena digital y lo va a pagar caro, ya que le han dimitido como director adjunto de un ente crepuscular llamado Marca España. Mi opinión del tema la resume a la perfección un tuit de @JuanpaBizarre. "En España se destituyen a más políticos y cargos importantes por lo que escriben en Twitter que por lo que roban. Somos unos modernos".


La actitud del tal Juan Carlos Gafo es tan impropia como sangrante el hecho de que sea el único alto cargo que ha dimitido en las últimas semanas en las Españas.

Zona de bosque talada y 'honguizada' este invierno.
Pero yo voy a otra cosa. Mezclemos churras con merinas y hablemos de árboles. Será que soy de letras, pero en mi cabeza ronda desde hace un par de días una historia que a duras penas logro comprender. Va de una tala. Resulta que en uno de esos bosques idílicos de Navarra en el que un día rodaron le película 'Robin y Marian' (1976) decidieron, allá por otoño, comenzar a suprimir una serie de ejemplares de roble americano considerados perjudiciales para el desarrollo de la vegetación 'autóctona'.

El resultado es que en el paseo por el otrora frondoso robledal de Orgi el caminante encuentra ahora claros desolados, que no cuadran con la imagen que todos tenemos de este Sherwood foral por el que un día pusieron a trotar a Sean Connery y Audrey Hepburn. ¿Qué ha pasado? ¿Un incendio? ¿Una plaga?

No: un proyecto.

Se trata, informan los paneles explicativos distribuidos por la zona, de acabar con una "mancha de roble americano" que había en la zona para favorecer el roble autóctono, "verdadero protagonista de este bosque".

Brotes de roble americano que surgen, persistentes.
El plan de limpieza-extermino no acaba en la tala. Es concienzudo. De los que dan miedo a los no iniciados, a los urbanitas que carecemos de sensibilidad por la vegetación autóctona. Al parecer, el roble americano es poderoso e invasivo. La motosierra no es suficiente. En el suelo, quedan los tocones, en torno a los que crecen con fuerza nuevos brotes de roble imperialista. Así que hay que hacer algo más: inocular hongos saprófitos sobre el tocón y taparlos con tierra, para que devoren los restos del enemigo americano. Con suerte, aseguran los gestores del proyecto, la próxima primavera "fructificarán setas" y "algunas de ellas.... mmmmmmm ¡Nos las comeremos!" (sic).

De momento, la cosa está funcionando a medias: los brotes americanos persisten y los robles autóctonos replantados no acaban de arraigar, se han secado. Pero seguirán adelante, puliendo y mejorando tácticas.

No ha sido la primera tala ni la última. Habrá más. Y no sólo en Ultzama. Como digo, es un plan. Un plan que impresiona.

Lo leí, y aún no lo entiendo. Me lo explicaron, y seguí sin verle sentido. Así que este bosque estaba 'contaminado'...

No dudo de las buenas intenciones y de la sabiduría de los impulsores de esta iniciativa. Todos ellos, por lo que sé, naturistas convencidos y militantes, generosos y sensibles.

Supongo que me faltan datos sobre la agresividad invasora del roble americano, sobre su capacidad homicida sobre la flora y fauna local, sobre la debilidad de una vegetación autóctona que no puede permitirse la mezcla y el mestizaje si quiere sobrevivir.

No sé si quiero conocer esos datos. No sé si quiero comprender ciertas cosas. A veces, las palabras y las estadísticas pueden justificar muchas teorías de mierda.


sábado, 8 de junio de 2013

Excedente de musgo


Hemos encontrado una salida artística al excedente de musgo de un invierno que ya va para seis meses.

jueves, 6 de junio de 2013

Aristotélicos contra platónicos

Captura clandestina -y lamentablemente borrosa- de un anciano leyendo 'Moral para Nicómano'. 

"Era tan lista que se quedó simple, la pobre. Para que veas cómo son las cosas".

¿Quieren una buena ración de hiperrealidad? Vayan a una residencia de ancianos y peguen la hebra. Les dirán barbaridades. Verdades como puños. Les relatarán tristuras.

Les contarán cómo a una chica sabia y adelantada a su tiempo le dio un telele y ahora la parálisis apenas le permite hablar. Cómo a Rita le abandonó Mario cuando empezó a quedarse ciega y allí está ella, en un asilo, mientras él ha aprovechado el tiempo y ya tiene nueva 'querida', a sus setenta y tantos. Cómo una pareja de la Montaña ha vendido la casa para acabar sus días entre las paredes pintadas de amarillo de una residencia con flores de plástico y olor a lejía y café con leche.

Alguno les revelará que sus compañeros -cinco, diez o quince años después de llegar allí-, todavía lloran de cuando en cuando sobre la almohada al verse aparcados en casa extraña. Si va más de un día, podrá comprobar cómo se acostumbra uno a vivir en un clima de desgracias propias y ajenas, con una sensación continua de catástrofe inminente. Un espacio en el que, como contrapartida, los momentos de risa, camaradería sobreentendida y ternura pueden llegar a generar un calambrazo más liberador que cinco tomas de la Bastilla. 

Se encontrarán con seres únicos. Verán escenas irrepetibles.

Ayer mismo, yo presencié un duelo al más alto nivel. Mientras la programación televisiva de media tarde mantenía su carraca de fondo, un señor leía, meditabundo, 'Moral para Nicómano', de Aristóteles. A su lado, una nonagenaria ojeaba por enésima vez un manoseado ejemplar de National Geographic, especial viajes. Otros abuelos se pasaban, cual mercancía clandestina introducida en el recinto por alguna 'nuera de', un número de la revista 'Lecturas' que anunciaba en portada que Sharon Stone había estado "deslumbrante en Cannes".

Aristotélicos contra platónicos. Gente que necesita ver para creer, frente a otros que sueñan con ver eso que seguro que hay -sostienen- más allá de las sombras de la caverna.

Me pregunto cuál de las tres lecturas debe de resultar más indescifrable pasados los 80.

Quizá la de la chica Stone, tan mezcla de Aristóteles y Platón, ella.



martes, 4 de junio de 2013

Competición de sufrimiento adolescente


Andaba yo metiéndome un intensivo del blog 'Yo fui a EGB' cuando me encontré -entre otros muchos tesoros perdidos que recuperan los genios que andan detrás de este revival ochentero-, una referencia a la película 'El club de los cinco' ('The breakfast club', en versión original), un mito entre los mitos entre las películas de adolescentes anti-todo.

Desde entonces, no he parado hasta conseguir una copia y disfrutar del reencuentro con una de esas pelis de culto que muchos conservamos en el disco duro. Y ahí estaban intactos, calculo que veinte años después de asomarme a su historia por primera vez, los cinco versos sueltos que protagonizan la película. 

Cinco adolescentes talluditos, de acuerdo a la moda ochentera de poner actores de 25 años en papeles de 16. Todos ellos regodeándose en una particular competición de sufrimiento, tan propia de la edad y últimamente extendida casi como una epidemia a posteriores etapas de esto que llaman crecer y vivir. 

Una cita de David Bowie abre el telón: "And these children that you spit on as they try to change their worlds are immune to your consultations, they're quite aware of what they're going through" ("Y estos niños a los que escupís mientras tratan de cambiar sus mundos son inmunes a vuestras consultas, pero son muy conscientes de cuanto están pasando"). Son palabras de la canción 'Changues', que marcan el tono de una película que habla de incomprensión entre generaciones durante un día de castigo en el instituto Shermer, de Illinois. El 24 de agosto de 1984, para ser más precisos. Una de esas jornadas de la adolescencia en las que te crees eterno e invencible porque sientes que vas tomando, aunque sea a duras penas, las riendas de tu vida. 




El mundo adulto está representado por un profesor asqueado de su trabajo y que se regodea en el abuso de autoridad. "Cada año esos chicos se vuelven mas arrogantes", asegura, entre otras lindezas, enfermo ante la posibilidad de verse gobernado en su jubilación por los chicos a los que intenta domar, más que educar. Compite para el puesto de 'cretino del año' con un bedel que, desde su estatus de tramoyista del instituto, se jacta de conocer las debilidades de unos y otros y las utiliza -cómo no- para beneficio propio. 
  
Los adolescentes que se dan contra este muro son Claire, Andrew, Brian, John y Allison. Encarnan, respectivamente, los estereotipos de princesa de barrio, atleta hipervitaminado, nerd, malote de instituto y siniestra escondida bajo su flequillo. En su caso, lo que más llama la atención son los crudos reproches que intercambian. Sin paños calientes. Con una sinceridad que estamos poco acostumbrados a soportar.

"Te estas dando pena de ti misma", es el mensaje que se repiten, sin margen a los consuelos a medio gas. Basta de lloriquear y grita. Cuánto que aprender, ahora que tanto lloramos.  

Mentes preclaras las de unos chavales que se rebelan ante el hecho de que sus mayores "solo les vean como quieren verlos", sin posibilidad de salir de la casilla en la que les han encerrado bajo siete llaves para respirar un poco de aire fresco. 

Una película que da mucho que pensar y también que reír. Dos momentos cumbre en la parte cómica, cómo consigue Allison el efecto nieve en el dibujo de un paisaje -reservo el misterio para quien quiera volver a verla- y su particular deconstrucción de un sándwich de mortadela, mientras su sofisticada compañera Claire almuerza sushi y el capitán del equipo se dispone a engullir. No me resisto a cortar y pegar esta última secuencia, una pildorita de surrealismo adolescente sin desperdicio.



Y como legado musical de la película, esta gran canción de 'Simple Minds'. Cómo olvidar.








jueves, 2 de mayo de 2013

Quedan 69 días

Clásica cuenta atrás para el glorioso San Fermín.

"- Es un buen sitio -dijo.
- Hay una buena cantidad de alcohol"- admití".
'The sun also rises', de Ernest Hemingway (1926)


Cuando apenas quedan 69 días para las fiestas de mi pueblo -bueno, o al menos eso quedaba el día que se sacó la fotografía que acompaña este post tardano-, me sumerjo en la relectura de la novela que ha provocado que miles de norteamericanos sonrosados y de pelo pajizo se unan a la bacanal que cada año se organiza en torno a un tal Fermín, santo, mártir y mulato sobrevenido. Un señor que finalizó sus días decapitado básicamente por tocar las narices al poder imperante.

Muy curioso esto de las segundas lecturas. Recordaba la novela como la historia de un tío que pescaba en Burguete y se ponía fino de tinto en la Plaza del Castillo de Pamplona. Poco más. Había que leerlo si habías nacido en la capital del Reyno. Y ya.

Diez años después (o quizá más), veo un poco más allá. Estoy rendida a la travesía de un tal Jake, un bon vivant marcado a fuego por la guerra al que lo mismo le da maltratarse con Pernod y whisky con soda en Montparnasse que abandonarse al noble arte de la uva fermentada en un remoto peñasco del norte ibérico.

Me quedo embobada con los latigazos literarios de Hemingway. Con su mágica forma de decirlo todo con tan pocas palabras, multiplicando hasta el infinito la estimulante lectura entre líneas. Resulta crudo identificar página tras página una visión del mundo que hacía predecible el trágico final del escritor de Illinois: ese Hemingway como bulímico de un intensa forma de vida que, tarde o temprano, sabía que tendría que dar por finalizada. Por voluntad propia o ajena. 

Y todo en una obra considerada menor o apenas iniciática (al menos, no es la primera en la que uno piensa cuando quiere zambullirse en la obra del autor). 

Leyendo, leyendo, he decidido intentar reconciliarme con estas fiestas que tanto subyugaron al tal Ernest y en las que yo últimamente solo veo sinrazón y delirio programado. Una especie de chupito de anarquía y amor universal que apenas alcanza para mojarse los labios, pero con el que algunos está visto que se dan por satisfechos para el resto del año. En fin, si un grande a la literatura como Hemingway lo dio por bueno, ¿quién soy yo para menospreciarlo, altiva y presuntuosa?

Así que este año, prometo valorar con más finura y hondura esta 'semana de la marmota' en la que se sumerge la city navarra cada 7 de julio. Veré en ese afán de repetición que tiene toda fiesta popular que se precie una promesa de eternidad. Trataré de identificar en la lucha toro-hombre un reflejo del esfuerzo épico del ser humano por seguir con los pies sobre este maltratado planeta, siete millones de años después.

Y volveremos a brindar como si no hubiera un mañana. Va (irá) por el maestro Hemingway. 

sábado, 27 de abril de 2013

A piñón (I)

 


El carril bici, ese sutil trazado que tanto adoran los peatones. 
  
Andaba yo causando el pánico entre paseantes y palomas, montada en mi bicicleta, cuando volvió a mi un pensamiento recurrente: ¿qué extraño poder de atracción ejercen sobre los peatones las rayitas blancas discontinuas que funcionan como simulacro de carril-bici en las calles de mi cuadriculada ciudad de provincias? Prometo que no hay manera de andar por estos trazados presuntamente reservados para ciclistas, debido a ese extraño efecto imán que al parecer tiene el titanlux blanco sobre el homínido que se autotransporta a dos patas. Hay que aclarar que, mientras el conflicto orbita sobre el carril-bici, el resto de la calzada tiende a permanecer diáfana.

Y así, pensando pensando, me dio por pensar en lo timoratos que llegamos a ser. En el miedo que tenemos a salirnos de la vía establecida (por otros, casi siempre). Cómo preferimos incluso apoltronarnos en el carril que no es, antes que ir por libre. 

O quizá todo se explique por el afán de choque que tenemos. Por esa necesidad de impactar con el otro, donde sea, como sea y por lo que sea. Buscando consecuencias para sentirnos vivos, aun a riesgo de la cosa derive en tragedia, tal como cuenta Paul Haggis en la película 'Crash'.

Yo de momento me he comprado dos cascos. Uno que me quedaba pequeño  -culpa mía, por comprar con prisas y creer que tengo una cabecilla de princesa de cuento- y otro -talla ogro- que parece que ajusta. Una por una, sobrevivir.

viernes, 5 de abril de 2013

Las llaves de un nuevo capítulo

Llaves 'entrantes'
Ya tengo en mis manos las llaves de un nuevo capítulo de mi historia. Las que abren la puerta de un nuevo microcosmos con sus alegrías y penurias, sus grandezas y mezquindades, sus momentos de locura y de lucidez. Son las llaves de un nuevo trabajo, el séptimo rinconcito laboral en el que se posan mis huesos desde que accedí a esto tan complicado de la vida adulta. Crucemos los dedos para desear que sea, por lo menos, tan bueno como los seis anteriores.

Acaba además de cumplirse un año desde que aparqué definitivamente el periodismo para adentrarme en la jungla desconocida e impredecible que es una ventanilla de atención al público. La ventanilla de un centro sanitario, para ser más precisa. A partir de esta semana, seguiré en el mismo trabajo, pero en un centro distinto. Dejo además el horario antisistema que me ha acompañado en la última década. Ya no tengo excusa para empezar a ser algo parecido a una persona normal. Yo solita me lo he buscado.

El balance del cambio a esto de lidiar con el público es positivo, pese a que he tragado más de un sapo (alguno crudo y con doble guarnición de culebras). El aprendizaje ha sido intenso. Nada mejor para saciar la curiosidad sobre los por qués y para qués del ser humano que tener la oportunidad de ver a tanta gente y tan diferente enfrentándose a eso que todos tememos tanto: el dolor físico o psíquico.

Un dolor diario, de mayor o menor envergadura según casos, y con un toque de rutina que espanta a ratos. Un dolor al que yo apenas había tenido acceso hasta ahora, acostumbrada a esos otros más sensacionales y definitivos que pueblan la vida del periodista y que parecen -solo parecen- ser los únicos importantes (atentados, accidentes, asesinatos...).

No puedo decir que esto de asomarme a la vida de 'los otros' me haya pillado de nuevas. Como plumilla, he conocido también a mucha gente muy distinta e interesante, pero que inevitablemente impostaba el tono y forzaba la postura ante mi grabadora o mi cuaderno de apuntes. En cambio, el mundo que se ha desplegado más allá de mi antiguo burladero informativo me ha dejado descolocada por su salvaje sinceridad, para bien y para mal.

Mi contacto con los pacientes en el día a día es breve y superficial. Apenas atisbo lo que les duele o de qué humor están. Pero esas ligeras pinceladas son más que suficientes para ir conociéndoles, semana tras semana, e intuir la complejidad que hay tras cada cara y cada gesto. Como en un partido de tenis en el que la pelota fuera un coctel molotov de estados de ánimo y sentimientos, los intercambios diarios dependen de un juego de sutilezas casi invisibles. A ratos hay que trabajárselo mucho para que la cosa no explote en medio de la pista.

Disputa desigual

La disputa es normalmente desigual: yo sé que ellos tienen un problema; ellos tienden a pensar que yo no tengo ninguno. A veces no hay manera de derribar las resistencias. Pero, poco a poco, nos vamos curtiendo.

Me he sorprendido a mí misma desarmando las quejas del contrario con una sonrisa angelical, recurriendo al consabido 'vuelva usted mañana, gracias' con cara de cordero degollado o ensayando un encogimiento de hombros cada vez más convincente, ante la desesperante ausencia de consultas en especialista de aquí a seis meses. Otras veces se me ha ido la cosa de las manos. Me he visto obligada a ser gélida como el hielo ante problemas sangrantes, de esos que por la noche no te dejan dormir.

La acumulación de duelos al sol me ha ido ayudando a manejar las emociones, para reconducir de la mejor manera posible las situaciones más complicadas. Ahora, la impostada soy yo. A la fuerza ahorcan. Me siento sumergida en un curso acelerado de empatía y asertividad. Reconozco que algo de falta me hacía, por lo que he podido comprobar en este intenso año.


Llaves 'salientes'
Por estos lares, cuando toca cambio de silla, parece ser costumbre legar los manojos de llaves con llavero incluido. El que me ha tocado ceder a mi relevo es una zapatilla en miniatura, que ahora veo como símbolo de la breve estación de paso que ha sido mi último trabajo. El que me han dado a mí es un logotipo de una conocida marca de coches en el que, a mi capricho, insisto en ver un símbolo de paz terrenal y espiritual.

Dejemos pues que los llaveros inspiren nuestro futuro.





jueves, 14 de marzo de 2013

La estrella que falta

'L'étoile manquante' ('La estrella que falta', si el traductor de Google y nuestros precarios conocimientos de francés no nos fallan) es el café donde Bárbara (Louise Bourgon) y Nicolás (Pío Marmaï) se enfrentan al abismo en el que se ha convertido su vida desde que trajeron a una preciosa niña a este mundo cruel. 
¿Seguir juntos, o no? ¿Hacerlo por encima de todo, al cualquier precio, por el bien del bebé, o porque de verdad apuestan por su relación? ¿Cómo afrontar el desafío titánico que supone hoy ser madre y padre, con el terrible sentimiento de culpabilidad y frustración que se arrastra por no poder desarrollarse al 100% en el ámbito profesional, y bajo la observación severa de una sociedad que dicta y sanciona sin piedad y que regula, por regular, hasta el modo en el que la mujer debe recuperar el vigor de su suelo pélvico?

O, lo que es lo mismo, ¿merece la pena cambiar aquella noches de gin tonics y rock and roll por el paisaje desolador de una casa llena de pañales y titos de bebé (algunos tan aterradores como los amenazantes sacaleches)?

De todo ello habla la película 'Un feliz acontecimiento' (2011), del cineasta francés Rémi Bezançon. Un buen espejo en el que mirarse, ya sea para entender un poco más a los padres propios o a uno mismo, si se ha visto ya en el trance de concebir una vida o está a punto de hacerlo.

"Me sentía invadida por la sensación de existir", declara Bárbara, en el punto culminante de sus zozobras como madre primeriza.

La cinta de Bezançon me resulta una aguda ventana a la maternidad. Políticamente incorrecta a ratos, risueña otros. Dura para quien nunca haya tenido la menor duda de si eso de procrear tiene de verdad sentido. Bastante realista para los que dudamos hasta de nuestra fecha de cumpleaños.

Entre las dosis de sarcasmo que reparte la película, destaca el sabio consejo que recibe la protagonista de su ginecóloga nada más asomarse al vértigo que le produce su 'feliz acontecimiento': "A partir de ahora sus peores enemigos son el queso, los huevos, la carne, la charcutería, los patés... pero también su madre, su suegra, toda la gente que ya tenga hijos. No haga caso a nadie y todo irá bien".

Entre los puntos más cautivadores de esta tragicomedia, su banda sonora. En concreto, la canción 'Lonely', de Yael Naim, que comienza a sonar a la vez que vemos el consolador abrazo entre las dos madres que se reencuentran en esta historia de historias.





lunes, 11 de marzo de 2013

Cuestión de matices


En blanco y negro o en color. Es posible descubrir matices y recrearse en ellos incluso entre el ruido de estos tiempos de brocha gorda. Algunos lo llaman relativismo moral y se echan las manos a la cabeza. Yo lo llamo amor por la verdad y la belleza en su sentido más profundo. Y me gusta.

La pasión por el matiz. Es lo que me inspira esta pintura de Louis-Léopold Boilly, 'Girl at a window' (1799), una de las piezas de la National Gallery que más me llamó la atención en mi visita a Londres del pasado otoño.

Impresionante la capacidad de Boilly para exprimir tanto utilizando tan solo el blanco y el negro en sus infinitas combinaciones. Allá, en el quicio del siglo XVIII, cuando los colores aún eran aceites y polvos y no combinaciones matemáticas resumidas en bytes.

Evocadora también la pose de la protagonista del cuadro. Una mujer expectante, curiosa, quizá un poco a la defensiva ante lo que ve más allá de su casa. Quizá a punto de saltar más allá, persiguiendo algo o a alguien. Una joven atareada. Con un trabajo de costura a medio hacer y un tentador catalejo que le invita a explorar, más allá del fuego del hogar.

Aprovecho y busco yo también con mi catalejo otras mujeres que miran por la ventana. Las imaginadas por Salvador Dalí, Veermer, Eduard Hooper... Bellas, serenas, pensativas, sabias, prometedoras, afanosas. Lejos de cualquier tentación de pasividad que les atribuirían algunos. Miro lo que miran, imagino lo que piensan, me lo invento, especulo, exagero. Y así me uno a todas ellas, buscando nuevas historias. Nuevos matices.





viernes, 22 de febrero de 2013

Mus de a uno

Cuenta Ismael Serrano que su abuela es de un pueblo de la estepa castellana de 300 habitantes en el que no juegan al mus en parejas, sino en solitario, porque nadie se fía de nadie. La cosa tiene gracia y recorrido, contada además por un cantautor convencido de los valores de lo colectivo.

Empiezo a pensar en esto de la desconfianza. Trueno. No lo puedo evitar. ¡Maldita sea! ¿Quién nos ha convencido de que el otro es el eterno enemigo? ¿Quién o qué nos hace desistir de cualquier proyecto que requiera de una mínima colaboración con alguien que se encuentre más allá de nuestro -casi siempre- estrecho 'cerco' de confianza?

Es algo en lo que he pensado mucho últimamente, viendo cómo muchas personas de mi entorno se debaten entre el abismo de esa prestación por desempleo que se va agotando, mes tras mes, y el sueño más o menos remoto de tratar de salir adelante montando algo con algún amigo o con un primo (un bar, una web, un centro de clases particulares...). La mayoría no trata siquiera de hacer realidad sus barruntos, convencidos de que no saldría bien, de que será difícil llegar a un acuerdo y mantenerlo en el tiempo, de que tarde o temprano surgirán problemas que harán inviable la apuesta. Como si sólo nos pudiéramos fiar de nosotros mismos. O ni eso.

Lo más triste es que ni siquiera somos conscientes de todas las oportunidades perdidas que hay tras ese huraño y persistente individualismo en el que permanecemos instalados. Hacemos y deshacemos, casi siempre en solitario, unilateralmente, sin apenas esforzarnos por aquello fuenteovejunesco de luchar y construir en comandita.

Javier Bergia, Ismael Serrano y Jacob Sureda en el concierto de Donostia.
Ahí está Serrano -entre otros- para recordarnos que sí, que podemos hacerlo. Él, que también es un acérrimo defensor del amor propio en muchos sentidos -poca gente tan egocéntrica en su afán de universalizar el amor y los empeños individuales como un cantautor-. Pero una cosa no quita la otra.

Hablando de la pérdida de los valores colectivos, Ismael Serrano recuerda en sus conciertos aquel 23-F en el que apenas era un niño y una vecina aporreó la puerta de su casa para advertirles del peligro. Describe los momentos de angustia que pasó su familia mientras trataba de conocer el paradero de su padre, periodista en una noche donde fue difícil aquello de juntar letras. Lamenta que la reacción de su vecina sería muy distinta en estos tiempos. "Hoy el mundo empezaría a derrumbarse y ya nadie llamaría a mi puerta", asegura.

Pero a Ismael Serrano se le ve la esperanza, por mucho que a ratos la esconda entre capas de pesimismo. Lo cantó/contó en Donosti este miércoles, donde me consta que se dieron cita algunos admiradores clandestinos de este cantautor entre urbano y selvático, que al encontrarse inesperadamente en la platea del Teatro Victoria Eugenia con algún conocido se sentían obligados a justificar su presencia allí, torpemente: "Sí, a mí también me gusta", declaraban al reconocerse, como quien confiesa un pecadillo venial.

El propio Serrano se sabe cuestionado por denso. Por íntimo. Por sincero. Por triste. Por regodearse en sus penas y sus anhelos frustrados, canción tras canción. Hace chistes al respecto. Rescata aforismos twitteros sobre su persona tipo: "Meterse un CD de Ismael Serrano en el bolsillo del pantalón y que se te quede la pierna dormida".

Dice un amigo con el que comparto el gusto clandestino por el cantautor de Vallecas que quien alimenta estos tópicos serranistas no lo ha escuchado nunca. Es verdad. Frente a la imagen de poeta suicida y catastrofista que se le atribuye, Ismael es un evidente bulímico de la vida y tremendamente divertido. En vivo y en directo, aún más. Me gustó encontrarlo menos agrio y profeta de lo que esperaba. Me sorprendió su modestia y su sencillez. Aluciné al verlo cantar durante tres horas y media sin atisbo de cansancio en la voz. Una voz profunda, sólida, segura. Amorable.

Grande Ismael y su compañero de cuerdas y percusiones Javier Bergia, experto también en suministrar música y retranca. Más discreto, al piano, Jacob Sureda tocó las teclas justas y necesarias para hacernos vibrar y correr entre una reata de pegasos, sobre aceras donde seguimos empeñándonos en encontrar arena de playa. Gran comando de Poesía Secreta.

Me encantó ver por primera vez en directo al chico que me acompañó en Chile desde un walkman, allá por el otoño de 1999, mientras Pinochet se aferraba al Big Ben para no ser juzgado en Santiago. Entonces lo descubrí y desde entonces lo había revisitado a ratos, hasta que su último disco me ha conquistado definitivamente. Casi cumpliendo la teoría sobre el amor que trasladan a dúo en sus conciertos Serrano y Bergia: los diez primeros años son lo peor; una vez superados, el resto es un camino de rosas.

Me quedo con la teoría y me entrego a una segunda década, que parece prometedora.

martes, 29 de enero de 2013

Masoquismo posmoderno

No me gusta que la gente dispare con pólvora o palabras.

No me gusta que mi abuela no se sienta ya de este mundo porque no entiende ni la mitad de las cosas de las que hablamos.

No me gusta pasar más tiempo mirando una pantalla que mirándote a los ojos.

miércoles, 2 de enero de 2013

Meninas reloaded: apocalipsis o promesa


Asalto al Palacio Foral de Navarra en la Nochevieja de 2012. Decenas de cuadrillas se resguardan de la lluvia en los soportales de la Diputación para beber y celebrar el comienzo de 2013 disfrazados, como se estila en la capital. La policía tolera, para no aguar más la fiesta.

En medio de la curda colectiva, una foto robada con el móvil ayuda a disparar la imaginación. De forma casi mágica, la perspectiva y la situación de los congregados tiende un puente de conexión directa con el siglo XVII. Donde otros ven desorden, alcohol, despiporre y mal gusto, bien se puede vislumbrar una delicada escena cortesana del siglo XXI, al más puro estilo velazqueño.

En primer plano, unas meninas en rosa chicle, esta vez sin infanta a la que atusar el cabello o componer el vestido. De pie, unos bufones picaruelos, animando la fiesta vestidos de plátanos. Al fondo, varios especímenes de la fauna local: trogloditas, caperucitas rojas, lolailos, colegiales... En la pared de la izquierda, un ecce homo pintado en la pared por una mano anónima, a brocha gorda (tendencia en 2012).

Las meninas botijas, podría titularse la composición. Una escena de Corte irreverente, posmoderna, desternillante. Apocalíptica o prometedora, a gusto de cada cual.

El paralelismo me tiene fascinada.


Cambio de 20

El otro día me pidieron cambio de 20. No sería del todo extraño si no fuera por el contexto. Estaba trabajando, dando citas en un centro de salud. Bueno, más bien me dedicaba a no dar citas, ejerciendo de versión en carne y hueso del cartel de 'vuelva usted mañana', en mi particular travesía por el mundo del funcionariado forgiano. Una labor que curte a marchas forzadas.

"En fin -me dije-, por lo menos esto sí puedo darlo (al menos, de momento)". Así que fui al cuarto donde nos cambiamos de ropa y saqué dos billetes de 5 y uno de 10. "¿Te vale así?", pregunté. "Perfecto", dijo el chico que pedía cambio. "Espero que no sea falso", le dije, bromeando, al coger el billete de 20. "¡Claro que no! Es para devolver el cambio a un cliente", aclaró el 'tratante', consciente de que no es habitual pedir este favor donde lo hacía, y menos que le respondieran afirmativamente.

Cuando se marchó, empecé a pensar que quizá aquella era una buena táctica para saber dónde estaba mi bolso y venir otro día atracarme, al más puro estilo de los rateros londinenses: están atentos al momento en el que el turista despistado mira el cartel de 'Cuidado con los carteristas' y se echa mano instintivamente al bolsillo para comprobar que su documentación y su dinero sigue allí, inocente gesto que sirve a los 'pickpockets' de turno para conocer dónde guarda exactamente el guiri sus pertenencias más valiosas. Así no pierden tiempo en el asalto. Inteligencia pura.

Joder, qué idiota, me dije. Una cosa me llevó a la otra y empecé a pensar que quizá estoy un poco desvalida en esa ventanilla de atención al paciente, tal como está el personal de crispado. "Date cuenta de que si viene un loco como ese de Connecticut tú serías la primera en caer", me dijo el otro día el pediatra. Qué gracia. Estar leyendo las escalofriantes 600 páginas de 'Tenemos que hablar de Kevin' por recomendación de Juan José Millás tampoco ayuda.

Me pregunté cuánto tiempo tardaremos en vivir por aquí las matanzas que hay por otros lares. Porque es sólo cuestión de tiempo, eso lo tengo claro. Que vayamos en el furgón de cola de lo que se cuece en Occidente no significa que no nos llegue el turno de protagonizar alguno de sus pasajes más perversos. Por desgracia, raramente escarmentamos en piel ajena.

Acto seguido, hice un esfuerzo y le di a la manivela del pensamiento positivo: ¿Por qué dejarse llevar por miedos y temores tan infundados? Quizá ese chico era sólo una versión mágica de Papa Noel camuflada de fontanero sin cambio, que se dedica a realizar pequeñas pruebas de bondad, para así determinar la recompensa que debe darle a cada uno de nosotros, pequeños mortales.

No cuela.

Esta navidad tengo demasiado tiempo para pensar.