Me
gustaría tener siete vidas, ser menos realista y más mágica, escribir como Unai
Elorriaga y despertar del mal sueño que me tiene atrapada desde hace un mes,
cuando nació mi primer hijo, Javier, con apenas 730 gramos de peso. Pero casi
ninguno de estos deseos parece demasiado posible.
No me
quejo del todo. 33 días después del golpe, tengo al menos dos motivos de celebración:
que ya han pasado 33 días y que mi pequeño luchador pesa ya un kilo. 1000 gramos
clavados en su último paso por la báscula, esta mañana. Casi un kilo y medio
menos que un ejemplar de 'Guerra y Paz' editado en condiciones, pero 300 más que
un best seller de quita y pon y casi lo mismo que ese libro de Tom Wolfe que
tengo olvidado en la estantería, pendiente de leer algún día.
En las
últimas semanas, mi cabeza se ha llenado de palabras que jamás hubiera querido
incorporar a mis rutinas: preclampsia, displasia, plaquetas, transfusión, óxido
nitroso, corticoides, gasiometría, hemograma, monitorización... Calculo que me
he lavado las manos unas 150 veces, estoy rompiendo records en improvisación de
nanas y acumulo más de cien botes de leche materna repartidos en distintos
congeladores de la familia. Sin duda, hay maternidades más felices, pero prometo
que la mía lo está siendo, a su manera.
Intuyo
que el mundo se divide entre tres tipos de personas. Los que comen aceitunas
sin hueso y sólo sin hueso. Los que toleran las aceitunas con hueso, pero se
deshacen de él en cuanto pueden, para coger la siguiente aceituna. Y, por
último, los que sólo han conocido las aceitunas con hueso y hasta les han
pillado el gusto. Y dejan el hueso rondando en la boca un rato después de
haberse comido la aceituna. Y se atragantan. Y alguien les da una palmada en la
espalda y se recuperan. O se atragantan todavía más y pasan un mal rato antes
de recuperarse de verdad. Y vuelta a empezar.
Ojalá
sólo existieran las aceitunas sin hueso. Pero eso tampoco parece demasiado
posible.
Este es
el tipo de cosas que piensan algunas madres que tienen un hijo luchando por
respirar y por pesar más que un libro de Tolstoi.
En eso
y en toda la gente que se ha lanzado a darnos una palmada en la espalda para
que escupamos el hueso. Como para no escupirlo. Lo vamos a lanzar más alto que
la veleta.
Nuestro angelico de mil gramos. |