sábado, 27 de abril de 2013

A piñón (I)

 


El carril bici, ese sutil trazado que tanto adoran los peatones. 
  
Andaba yo causando el pánico entre paseantes y palomas, montada en mi bicicleta, cuando volvió a mi un pensamiento recurrente: ¿qué extraño poder de atracción ejercen sobre los peatones las rayitas blancas discontinuas que funcionan como simulacro de carril-bici en las calles de mi cuadriculada ciudad de provincias? Prometo que no hay manera de andar por estos trazados presuntamente reservados para ciclistas, debido a ese extraño efecto imán que al parecer tiene el titanlux blanco sobre el homínido que se autotransporta a dos patas. Hay que aclarar que, mientras el conflicto orbita sobre el carril-bici, el resto de la calzada tiende a permanecer diáfana.

Y así, pensando pensando, me dio por pensar en lo timoratos que llegamos a ser. En el miedo que tenemos a salirnos de la vía establecida (por otros, casi siempre). Cómo preferimos incluso apoltronarnos en el carril que no es, antes que ir por libre. 

O quizá todo se explique por el afán de choque que tenemos. Por esa necesidad de impactar con el otro, donde sea, como sea y por lo que sea. Buscando consecuencias para sentirnos vivos, aun a riesgo de la cosa derive en tragedia, tal como cuenta Paul Haggis en la película 'Crash'.

Yo de momento me he comprado dos cascos. Uno que me quedaba pequeño  -culpa mía, por comprar con prisas y creer que tengo una cabecilla de princesa de cuento- y otro -talla ogro- que parece que ajusta. Una por una, sobrevivir.

viernes, 5 de abril de 2013

Las llaves de un nuevo capítulo

Llaves 'entrantes'
Ya tengo en mis manos las llaves de un nuevo capítulo de mi historia. Las que abren la puerta de un nuevo microcosmos con sus alegrías y penurias, sus grandezas y mezquindades, sus momentos de locura y de lucidez. Son las llaves de un nuevo trabajo, el séptimo rinconcito laboral en el que se posan mis huesos desde que accedí a esto tan complicado de la vida adulta. Crucemos los dedos para desear que sea, por lo menos, tan bueno como los seis anteriores.

Acaba además de cumplirse un año desde que aparqué definitivamente el periodismo para adentrarme en la jungla desconocida e impredecible que es una ventanilla de atención al público. La ventanilla de un centro sanitario, para ser más precisa. A partir de esta semana, seguiré en el mismo trabajo, pero en un centro distinto. Dejo además el horario antisistema que me ha acompañado en la última década. Ya no tengo excusa para empezar a ser algo parecido a una persona normal. Yo solita me lo he buscado.

El balance del cambio a esto de lidiar con el público es positivo, pese a que he tragado más de un sapo (alguno crudo y con doble guarnición de culebras). El aprendizaje ha sido intenso. Nada mejor para saciar la curiosidad sobre los por qués y para qués del ser humano que tener la oportunidad de ver a tanta gente y tan diferente enfrentándose a eso que todos tememos tanto: el dolor físico o psíquico.

Un dolor diario, de mayor o menor envergadura según casos, y con un toque de rutina que espanta a ratos. Un dolor al que yo apenas había tenido acceso hasta ahora, acostumbrada a esos otros más sensacionales y definitivos que pueblan la vida del periodista y que parecen -solo parecen- ser los únicos importantes (atentados, accidentes, asesinatos...).

No puedo decir que esto de asomarme a la vida de 'los otros' me haya pillado de nuevas. Como plumilla, he conocido también a mucha gente muy distinta e interesante, pero que inevitablemente impostaba el tono y forzaba la postura ante mi grabadora o mi cuaderno de apuntes. En cambio, el mundo que se ha desplegado más allá de mi antiguo burladero informativo me ha dejado descolocada por su salvaje sinceridad, para bien y para mal.

Mi contacto con los pacientes en el día a día es breve y superficial. Apenas atisbo lo que les duele o de qué humor están. Pero esas ligeras pinceladas son más que suficientes para ir conociéndoles, semana tras semana, e intuir la complejidad que hay tras cada cara y cada gesto. Como en un partido de tenis en el que la pelota fuera un coctel molotov de estados de ánimo y sentimientos, los intercambios diarios dependen de un juego de sutilezas casi invisibles. A ratos hay que trabajárselo mucho para que la cosa no explote en medio de la pista.

Disputa desigual

La disputa es normalmente desigual: yo sé que ellos tienen un problema; ellos tienden a pensar que yo no tengo ninguno. A veces no hay manera de derribar las resistencias. Pero, poco a poco, nos vamos curtiendo.

Me he sorprendido a mí misma desarmando las quejas del contrario con una sonrisa angelical, recurriendo al consabido 'vuelva usted mañana, gracias' con cara de cordero degollado o ensayando un encogimiento de hombros cada vez más convincente, ante la desesperante ausencia de consultas en especialista de aquí a seis meses. Otras veces se me ha ido la cosa de las manos. Me he visto obligada a ser gélida como el hielo ante problemas sangrantes, de esos que por la noche no te dejan dormir.

La acumulación de duelos al sol me ha ido ayudando a manejar las emociones, para reconducir de la mejor manera posible las situaciones más complicadas. Ahora, la impostada soy yo. A la fuerza ahorcan. Me siento sumergida en un curso acelerado de empatía y asertividad. Reconozco que algo de falta me hacía, por lo que he podido comprobar en este intenso año.


Llaves 'salientes'
Por estos lares, cuando toca cambio de silla, parece ser costumbre legar los manojos de llaves con llavero incluido. El que me ha tocado ceder a mi relevo es una zapatilla en miniatura, que ahora veo como símbolo de la breve estación de paso que ha sido mi último trabajo. El que me han dado a mí es un logotipo de una conocida marca de coches en el que, a mi capricho, insisto en ver un símbolo de paz terrenal y espiritual.

Dejemos pues que los llaveros inspiren nuestro futuro.